Jacobo Serra y la búsqueda de lo imposible
Hablamos con Jacobo Serra sobre Doce, un álbum orquestal que nació entre un mar de dificultades
JORGE OCAÑA | Fotografías: Fernando Pérez (@ferchos.pl)
“Una orquesta es un arma letal”, asegura Jacobo Serra (Albacete, 1983) mientras se le iluminan los ojos. Habla de la belleza de la ambigüedad en el arte; cita a Lorca como referente en sus aparentemente sencillas letras, pero este efecto pretende alcanzarlo también a través de la música. Y ahí es donde entra la orquesta. “Musicalmente, es el arma más poderosa para transmitir estados de ánimo; puedes hablar del miedo o del frío, o del miedo y del frío a la vez”, explica, apasionado. Su ambiciosa propuesta ha conseguido alcanzar una complejidad ideal: el disco contiene la profundidad a la que uno quiera llegar, con la atención que se esté dispuesto a poner. En Doce (Warner Music, 2023), se encuentran canciones de gran belleza, alegres, entre las que se cuela la tensión, la incertidumbre… y, de nuevo, siempre, la calma. La vida contada en doce canciones. Una vida sumergida en doce meses. Un año que tardó otros cuatro en grabarse.
Si uno se presta a la tarea del buceo en este disco, se puede llegar al último estado que perseguía su autor: “Quería que alguien escuchara ‘Febrero’, le diera frío y a la vez le produjera tristeza, mientras se está contando que alguien se está muriendo y se está despidiendo”. Todo ello, sin caer en obviedades, mensajes demasiado directos que chocarían con la atmósfera del trabajo. Algo que solo una orquesta bien dirigida y arreglada podría conseguir. Y, además, con letras en español.
El secreto de este resultado reside en la limpieza (aunque parezca mentira) de las canciones. La inmensa cantidad de referencias, arreglos e instrumentos solo funcionan porque todo se incluye detrás de una misma intención. En Doce no cabe eso de “el arte por el arte”. Serra lo afirma con la convicción de alguien que ha pulido como minucioso artesano cada detalle del disco: “Cada sonido, voz, armonía, melodía está totalmente hilada, pulida, limpiada… no hay ningún accidente, es todo meticuloso, lo que no tenía sentido lo he quitado; he sacrificado cosas que eran solamente estéticas y bellas porque no aportaban”. Cientos de tomas, grabaciones con la Liverpool Jazz Orquesta durante varios días, a lo que habría que añadir recordings individuales que pidió más tarde a cada músico. El albaceteño, ya en su casa, se iba dando cuenta de que un arreglo concreto no era el idóneo y había que cambiarlo; una voz de ‘Septiembre’ que no debía quedarse como tal y cambió por una guitarra, luego un violín, una flauta… “y, al final, dije: ¡No! ¡Tiene que ser un trombón!, y era un trombón, desde el minuto uno”. Paciencia, constancia y una obsesión por lo perfecto que alargó el proceso de este disco hasta cerca de cuatro años, y casi lo lleva a la locura.
Poco a poco, el tercer álbum de estudio de Jacobo Serra se fue convirtiendo en una búsqueda de lo imposible (llegó incluso a ser el título del álbum por un tiempo). Cuenta así su autor su laborioso proceso: “Todo lo que se oye de sintes de ambiente son colas de las cuerdas. Todo es orgánico, a base de efectos sobre los instrumentos y regrabados sobre ellos mismos hasta llegar al eco de la pista que producía una reverberación, que era la que metía en un sampler para crear las notas sobre las que trabajar. Funciona muy bien porque es real, un sinte sintético se peleaba con toda la naturaleza que tiene el disco”. Además de las dificultades técnicas, la aventura acabó en odisea por un proceso de Covid-19 que dejó al cantante sin voz durante 6 meses, justo cuando estaba todo listo para grabar las voces. Se intuía la tensión sufrida mientras lo contaba: “Los médicos no sabían qué era. Además, yo, como persona a la que define su voz… es que yo sin mi voz soy una mierda. Lo primero que piensas es tirar la toalla y a mí me ha pasado muchas veces, pensé en varias ocasiones que no iba a conseguir acabar el disco”.
“Doce es la banda sonora que nadie pidió a Jacobo Serra”, bromea. En él, conviven la humanidad y sus temas universales, apoyados sobre ideas sencillas inspiradas en la naturaleza. Se adentra el conflicto con una narrativa sutil, como en una película de esas en las que parece que no pasa nada, pero que cuentan con autenticidad lo que es la vida. Entre escenas que se alejan de los cánones establecidos del pop, que tienden más a hacia las estructuras de piezas clásicas, el compositor suelta las influencias que más le emocionan. Cita al musical de Cole Porter; a Thomas Mann y Luchino Visconti con su ‘Muerte en Venecia’ (también título del noveno corte del disco); a las estructuras cambiantes de Chopin; por su puesto, a sus imprescindibles Beatles de la etapa del Sgt. Pepper’s; al estilo más clásico de Nelson Riddle en búsqueda de los arreglos de cuerda; a Lorca, Elvis Presley, Sinatra e incluso las pinturas de Murillo en la oscuridad de las iglesias del Barroco.
En ‘Mayo – Eterno Retorno’, se reencuentra con un mantra que lo ha ayudado a acabar este trabajo: Sé que vivir es saber sufrir. Un lema que, junto con el buen ánimo de los rayos de sol de la primavera, trae el alivio en forma de perspectiva. “Es que nos han engañado, asimilar esto te da cierta tranquilidad y un nivel de armonía y control, de madurez”. En definitiva, Doce es un ejercicio de reflexión a ritmo de vals, un disco casi sinfónico en el que se habla de la vida desde la ambigüedad y los distintos puntos de vista que solo otorga el tiempo. Un disco para nadar entre las cuerdas y los vientos de una orquesta todopoderosa.