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El auge de los festivales

No hay que ser muy observador para darse cuenta de el auge de los festivales se han multiplicado en los últimos años. Si se pregunta a cualquier persona joven por la calle sobre este tema, seguramente al menos sepa hablar de uno de los muchos que abundan actualmente en nuestro país. ¿A qué se debe que nos encontremos en la época de los festivales?

Muy sencillo. Por encima de la concepción que podamos tener de la música como arte, como medio para mover masas, como contracultura o como un simple pasatiempo, ante todo se trata de un negocio. Un negocio que, al encontrarse ligado a otros factores como la tecnología y en constante cambio, resulta muy variable. En la actualidad, dadas todas las posibilidades con las que nos encontramos al alcance de un clic, el verdadero negocio se encuentra en aquello que no pueda adquirirse tan fácilmente: la experiencia de un directo.

Y este es un punto fundamental de los festivales. Si solo interesara vender los conciertos, seguramente éstos no hubieran despuntado. Al fin y al cabo puedo llegar a conectarme vía streaming a una gran cantidad de conciertos para verlos gratis y cómodamente desde mi casa. Se ha alcanzado un nivel de comunicación con el espectador nunca antes visto. Pero lo que el consumidor busca más allá de esto es poder contar las vivencias que disfrutó en aquel festival. Junto a los conciertos, los festivales cuentan con un gran número de actividades y formas de ocio complementarias. Se ha originado una vuelta a los sistemas de hace décadas, pues el nuevo público no concibe este sistema al haber nacido con Internet debajo del brazo. La gente comprende que resulta más valioso disfrutar del directo y todo lo que este ofrece en persona que desde las redes, las que se han devaluado en este aspecto. Vale más la pena salir con tus amigos a echar unas cañas y disfrutar de la compañía y el ambiente que tomarte una cerveza en tu casa sacada de la nevera. La fórmula del festival nunca ha llegado a morir, pero sí es cierto que como las modas que van y vienen, actualmente se ha empoderado hasta situarse en la cabeza de la industria musical. Guardando las distancias, realmente hay más similitudes que diferencias entre Woodstock y Tomorrowland.

Esta situación plantea un dilema: ¿hasta qué punto es más importante la audiencia que los músicos? Tengo la impresión de que en el siglo XX al haber menos competencia y sin redes sociales, el artista siempre tenía la sartén por el mango. Sin embargo, ahora es el público el que domina este mercado. Hoy en día, la competencia se basa en gran parte en la financiación de la que se disponga y del uso al que se destine, pero sobre todo en la publicidad que se realice (que se lo digan a Taburete, que aún siguen preguntándose cómo llenaron el madrileño Palacio de los Deportes). Y en ese aspecto, España es el paraíso del oyente y el infierno del artista. A pesar de que las cifras demuestran que los precios de los festivales se han encarecido en los últimos años, en nuestro país no sale rentable dedicarse a componer. Mientras en otros países de Europa los músicos son mucho más valorados, incluso en ocasiones demasiado en función de su calidad, aquí la música sigue siendo considerada por el tipo de público más extendido como una mera distracción. Esto provoca que una gran cantidad de músicos nacionales con muchísimo talento no lleguen a despuntar, y que la oferta musical de la que disponemos cada vez se ajuste a unos parámetros más estandarizados; la llamada radio fórmula. En este aspecto el festival ayuda a darse a conocer, pero en la mayoría de casos es necesario ir más allá. En resumidas cuentas, el consumidor medio nacional está dispuesto a pagar por la música, pero tampoco demasiado, ya que puede acceder a ella en cualquier momento gratis. Quiere que Spotify le recomiende canciones que pueden gustarle, pero que el algoritmo tampoco salga mucho de su zona de confort. Quiere ir a festivales y disfrutar de la experiencia que suponen, pero en gran parte por el factor social que conllevan.

En mi humilde opinión, no debemos de olvidar el verdadero motivo que lleva (o debería llevar) al público a este tipo de eventos: la propia música. No digo que haya que limitarse a ofrecer únicamente conciertos; todos los demás servicios enriquecen estos eventos, pero sí tener presente que esta industria no se sostiene por toda la parafernalia que acompaña en los conciertos. Dentro de cualquier tipo de negocio existe un pequeño reducto de pureza que nos hace olvidar todo lo que rodea a aquello que nos apasiona y nos hace sentir como la primera vez que degustamos esa expresión artística. Esperemos que así acabe sucediendo siempre.