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El magnetismo psicodélico de Arde

Arde presenta su primer larga duración bajo la producción de Íñigo Bregel y el prisma de la psicodelia

 

MARÍA CANET

La lava volcánica es capaz de crear lagos, cascadas, fuentes, que, en vez de ser origen de vida, son sinónimo de peligro, destrucción. Olas de fuego que arrasan con paisajes antaño latientes. Un oxímoron de la naturaleza que cobra vida en el primer elepé de Arde (homónimo y autoeditado, 2022). Tras su paso por Jysus o Gamónides, Isaac Mangas arranca proyecto en solitario bajo el espectro del pop psicodélico y la inconfundible huella de Íñigo Bregel (Los Estanques) en la producción. Un viaje anaranjado, explosivo y magnético que, en apenas media hora, traslada al oyente del mar a la Tierra para culminar en el universo de los sueños.

El olor a sal puede percibirse en ‘El Mar’, una copla eléctrica con reminiscencias a Love que abre el disco entre distorsión, teclados decimonónicos y trompetas hijas de ‘Penny Lane’. Mientras, la letra dibuja progresivamente el camino hacia el horizonte azul, que surge como recompensa final. De la calma a la agitación, ‘La Tormenta’ muestra un cielo enfurecido donde las guitarras eléctricas rompen como relámpagos y los oscuros órganos lanzan una advertencia: “mirar tanto atrás no está bien”. ‘Bossa de Gata’, postal sonora que capta el magnetismo de un atardecer en el paraje almeriense, avanza con la densidad de la lava gracias a sintetizadores burbujeantes y cierta languidez subacuática en la entonación.

Tras alcanzar la costa, toca pisar suelo firme. Guitarras acústicas, como caballos al galope, anuncian la irrupción de los problemas terrenales en ‘Himno A La Clase Media’. Una composición en la que Mangas retrata a la sociedad española – “el arte de comparar es patrimonio nacional”- a la vez que esboza una punzante crítica contra esa falsa estabilidad oculta tras infinitas jornadas laborales y urbanizaciones sin alma: “no se vive nada mal en la urbanización de El Secarral/no quiero ser un oficinista más”. A las entrañas terrestres desciende en ‘Cuenca Minera’, una reivindicación de sus orígenes obreros. Prosa combativa entre barricadas, humo, carbón y paisajes de una adolescencia en bicicleta, que contrasta con la dulce melodía orquestal y arpegios que recuerdan a la rickenbacker de los Byrds.  La grandilocuencia orquestal burtbachariana es el papel con el que envuelve el caramelo de la doble moral recurrente en ‘Vergüenzas’, un sútil ejercicio de pop, folk y psicodelia que rememora a Solera, CRAG o Vainica Doble, nacido del contraste entre acústicas aceleradas y riffs eléctricos cristalinos.

Lo carnal, como reflejo de la combustión terrenal llega con ‘Arde’, épico clímax que se alcanza tras transitar por el ska y sus vientos pegajosos, el rock progresivo o estrofas instrumentales que beben del free jazz y del hard rock de los setenta. La oscuridad del deseo late en ‘Choque’, pasodoble psicodélico que aborda pasiones tormentosas con metáforas cañís, entonado con la chulería rockera de Gabinete Caligari: “ojos que brillan de pura ceguera que a veces son soles y a veces hogueras que a veces me queman”. El sosiego sólo parece alcanzarse en el mundo de los sueños: ‘Mejor Soñar’, es la ascensión onírica final que mece suavemente al oyente entre un sitar harrisoniano e imágenes imposibles: “vomité mariposas de hormigón”. Tres dimensiones que fluyen gracias a la psicodelia, fundidas al calor de la música popular. En vez de arrasar con el paisaje, el océano de fuego de Arde lo ha llenado de color.