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The Deathlines: “Una buena canción es aquella que es muy maleable”

La banda de rock barcelonesa acaba de publicar su primer álbum, Interzone

 

PABLO CALVACHE

Qué difícil disimular el amor. ¿Cómo trabajar 1.227 palabras sin nombrarlo?. Cuando se encuentra su espíritu cara a cara a través de la respuesta reflexiva de Mario Silvestre (guitarra y voz, Tarragona, 1979, The Solenoids, Playa Ángel). En electricidad directa vía la mirada ilusionada de Gus Spada (guitarra, Buenos Aires, 1982, Stab, Psycodrive), unos ojos que resucitan el cansancio de un viaje a Londres a ver a los Damned. Cuando toma forma en una historia soportada en las piedras erosionadas del grunge y los vapores que Bob Mould olvidó airear en la sala, en los ecos de las voces que un Michael Stype defendió en tantos cortes del Murmur. Verles frente a frente, a treinta centímetros el primer día, a metros escasos el siguiente en su ejecución en el Record Store Day en Terrassa, es ver cómo el rock toma forma y verbo. No estamos solos en esta isla. La misma que caminan junto a Kim Valvedrive (bajo, Barcelona, 1986, Mountcane, Taquikardic Sinners) y Alex Schoihet (batería, Santiago de Chile, 1982, Brea, Sounds of Death Valley). La que deja atardeceres a los Posies, salidas del sol que más calienta al lado más nervioso que la SG soporta. Ese en el que Krieger la mandaba al carajo.

Dejar pasar la vida diseccionando con ellos el rock and roll. No se pueden cumplir 44, vivir este sonido con esta intensidad, y no ser un referente. No me creo que la responsabilidad recaiga en la escena pedigüeña de salas del rock barcelonés. Está en el otro lado, en el oyente. Hay música para no ser consumida. Saber abandonar si es la prisa quien dirige o alistarse a un club en el que cada escalón introduce a un origen que Black Flag marcaron sin pretenderlo. Que Cobain selló de la forma más irresoluble que existe. Interzone (autoeditado, 2023) nace, como los clásicos, sin nombre. De una necesidad de mirar atrás. Sintiendo el universo del perdedor a la altura de la barbilla. Justo donde ahoga. Con un ‘Hold Your Horses’ y un ‘Tightrope Walker’ como mensajes en una botella más allá de la colaboración con el HXC , el encomiable proyecto de Dani Sadurní, o la imperdible y ramoniana participación en el festival de Sitges. Es el perfume de la adolescencia apenas recordado, imaginado en la distancia vía la cotidianeidad del profesor de secundaria. La popu que ignora, el nerd invisible. La película en Super8 que atraviesa los 3:01 de ‘At Last The Dance’, la única vez que el autor redime al protagonista. Una ágil boutade que es como si Tom Petty le pidiera prestadas las gafas de pasta a Nick Lowe.

Interzone lo forman 10 cortes cuidados, sin mucho desperdicio anterior. Con un arranque ‘Too Stoned To Complain’ colocado en ese punto intermedio entre el energy donde te lleva la instrumentación y el giro de timón con el que la voz de Mario irrumpe en las canciones. Lo tiene claro, “una buena canción es aquella que es muy maleable”. Una sacudida que te saca o te atrapa, como es fácil que ocurra en un ‘Solitude’ donde la Fender se pone a la altura del cantante y regala un vuelo de 22 segundos a cinco centímetros del suelo.

Un rosco acabado de pulir por Edgar Beltri (Los Tiki Phantoms, The Lizards) añadiendo, como productor, frases perdidas, mirando con esmero los puentes, alargando la goma y puliendo como el orfebre conoce. Como recuerda Mario que rezaba: “vuestro sonido está entre los acordes más secos y cerrados de Gus y tus acordes más abiertos y brillantes”. Amén. Una composición finalizada cronológicamente con el corte que da título al álbum. Un tema más oscuro y contundente, prometedor presagio del rumbo al que la banda puede escorar en el futuro. Un camino por trazar en el que aún tendrá que definir su papel la esencia pop que habita en la garganta del vocalista.

Una música envuelta en una carpeta detallada y elegante, negro y verde, obra de Fer Crow, poblando con insectos y jeringas la aproximación al límite de la interzona, la delgada línea en la que Burroughs mezclaba, sustancias mediante, esta realidad con la otra, esa en la que las máquinas de escribir (repasen Cronenberg en el 91) te hablan directamente. Y dentro, como al desplegar el atlas de un archipiélago diminuto, las distorsionadas fotos de Frank Parchís de los integrantes de la banda, viajeros entre las dos realidades en plena transmutación. Abandonando un sitio camino de otro. Se reza en esa foto sepia en marco oblongo que es ‘The Whale’: navegante de las mil noches que renegó de la tierra. Ojalá me encuentre a donde quiera que vayan.