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Margo Price: psicodelia para subir montañas

La artista de Illinois se aproxima a la psicodelia y se enfrenta a sí misma en su cuarto álbum, coproducido por Jonathan Wilson

 

MARÍA CANET

Desde los pies, la cima de la montaña se antoja inalcanzable. Contemplarla es en sí un desafío. Pero hay quién tiene el valor de atacar la ladera y, tras un largo caminar durante el que creerá varias veces desfallecer, coronará la cumbre. Ese ascenso es el que ha realizado Margo Price en su nuevo disco, Strays (Loma Vista Recordings, 2023). Un cuarto trabajo de estudio al que la artista de Illinois ha dado forma desde la serenidad que le ha proporcionado dejar la bebida, y el saber, como reza el tatuaje de su antebrazo, que no  pertenece a nadie.

Integrante junto a Nikki Lane, Jamie Wyatt o Sierra Ferrel de esa generación de mujeres renovadoras de la americana, Price ya tomó distancia respecto a la vertiente más tradicional del género en su anterior trabajo, That’s How Rumors Get Started (Loma Vista Recordings, 2023), con el que se aproximaba al rock setentero. Ahora serpentea por la arena del desierto y se divierte con las setas; parece seguir la estela de Gram Parsons, del honky-tonk a Joshua Tree. Coproducido junto a Jonathan Wilson (Angel Olsen, Father John Misty), y con la habitual colaboración de Jeremy Ivey (marido de la compositora) en la autoría de la mayoría de temas, el sonido del elepé combina el estilo pulido de Nashville y el magnetismo árido de Topanga Canyon (California), ciudades donde se ha grabado.

El ascenso se inicia con un órgano raymanzarekiano de carácter casi ritual y cascabeles. ‘Been to the Mountain’ es una pieza oscura, lisérgica, con la que lanza una advertencia, “no tengo nada que demostrar, nada que vender”. De todos los lugares en los que ha estado —“he sido hija, he sido madre, he sido camarera, ahora soy una consumidora”— ha logrado volver, confirma orgullosa mientras se erige cual chamana, y anima a “hacer tu mejor disparo”, entre un tono de recital poético y la provocación de Patti Smith o Jim Morrison. Tras la incursión psicodélica, regresa al latido acústico con ‘Light Me Up’, que sorprende con un crescendo de guitarras pettynianas obra del que fuera su mano derecha, Mike Campbell, para volver a subir y bajar, cual montaña rusa, y culminar con la dulzura del arpegio inicial, como quien regresa al hogar. La soledad se palpa en ‘Radio’, tema que entona junto a Sharon Van Etten en el que coquetea con la electrónica gracias al sintetizador moog y a la caja de ritmos, para romper con un slide harrisoniano obra de Jonathan Wilson. La violencia del riff sureño a lo Lynyrd Skynyrd o ZZ Top de ‘Change Of Heart’, saca a relucir la rabia y el dolor de alguien que afirma ser “la hija no deseada de una madre ausente/”, mientras el órgano farfisa añade intriga psicodélica.

Detenerse en su particular escalada, le permite ser consciente de su vulnerabilidad y recoger  los pedazos rotos. ‘Country Road’, Parece dirigirse a la niña que una vez fue. Impregnada de la añoranza que aporta el pedal steel de Álex Muñoz, el pasado se abre paso entre menciones a Warren Zevon y un piano que evoca baladas compuestas por Christine McCvie para Fleetwood Mac. Esa nostalgia cosida a su espíritu, reluce también en ‘Time Machine’, donde los alegres teclados, el xilófono, los coros años cincuenta y la entonación en falsete juegan con la ilusión adolescente aún sin corromper. De los sueños azucarados, al polvo de la realidad, ‘Hell in the Heartland’, con guitarras fronterizas y castañuelas, vuelve a hacer aparecer a los demonios. La armonía góspel que perfilan los teclados escuela McCartney del Let It Be, y los coros de Lucius en ‘Anytime You Call’, tema compuesto por Ivey, parece ayudar a Price a alcanzar la paz de espíritu. ‘Lydia’ guarda con solemnidad, entre viola, violoncello y susurros, sin osar alzar la voz, una historia de secretos y resistencia de una mujer que teme ser juzgada por contemplar un la posibilidad de un aborto. La etérea ‘Landfill’, que claramente posee la impronta de Wilson, aporta el sosiego que otorga alcanzar la cumbre: “he hecho el amor, el amor me ha hecho a mí, pero sólo el amor puede…”.

Margo Price ha subido una montaña, la de sus miedos, la de la aceptación. Ha pasado de tapar el dolor con una botella de whisky (como cantaba en ‘Hurtin’ On The Bottle’) a utilizarlo como impulso para escalar. Desde arriba, las vistas de lo recorrido: la satisfacción individual, la recompensa de la libertad que le proporciona ser dueña de sí misma.